miércoles, 4 de noviembre de 2015

Jaramar: Donde el Tinto se asoma a Sevilla

Por Miguel Mojarro, sociólogo. 
Director del Grupo de Investigación Azoteas 
y autor del libro Los Casinos de Huelva 
Hay un tramo del Rio Tinto en el que conviven pinos onubenses y jaras sevillanas. O viceversa,  que en eso de la belleza montan tanto los unos como las otras.
  El trazo de insultante colorido del Rio, se detiene para recibir con honores las aguas verdes del Jarrama, nervense, con una colonia de peces que no pueden visitar a su vecino rojo.
  A los lados, montes ennegrecidos por la sinrazón de los que no sabemos usar lo nuestro. Que eso de ser “de todos” no parece bien entendido por muchos.
Entorno de Las Majadillas
Foto: Grupo Azoteas
  Abajo, piedras lamidas durante siglos por el Tinto, presumen de colores rojos, amarillos y verdes, mientras reciben las lluvias de los barrancos, esos aspirantes a hijos, que llegan secos cuando no llueve.
  Barrancos que conocen bien los que los recorrían en busca de liebres cuando el hambre apretaba. Y después, porque estaba bueno el guiso con arroz.
  Barrancos que son como la peineta de la “Estación de Jaramar”, aquella que un día Juan regentó, para regular el tráfico de trenes de mineral y de obreros que venían de El Madroño.
  En esa orilla está la visión serena de la ladera sevillana, por donde llega un camino que recorrían cada día los obreros que llegaban de El Madroño y se subían al tren que los llevaría a las cortas.
   En Jaramar, que es el sitio que no supo resistir la pérdida de trenes y de obreros. Por eso ya no está. Pero algunos sabemos dónde estás sus huellas en la roca y en la memoria.
   Barrancos, trenes, pinos y jaras. Alrededor de un rio increíble. Mirando el paso de trenes de piritas de cobre y de madroñeros de ropas pardas. Entonces todas las ropas eran pardas.
   Barrancos. Del Santo Antón, de Traba las Eras, del Tamujoso, … Y de las Majadillas, que baja suave y escondido, hasta donde el rio se viste de domingo con sus mejores galas de colores intensos.      Abierto a las aguas de Huelva y a los caminos de Sevilla.
  Para  unir estos caminos con el hierro del tren, nace el puente de las Majadillas, que habrían de cruzar cada día los obreros de El Madroño. Al amanecer y al atardecer. Dos veces, con la “mitailla” llena o vacía, según la hora.
  Se acabó la mina. Se cerraron las cortas. Ya no pasó más veces el tren y el puente se vació de hombres de marrón y “mitaillas” con aguardiente para la manguara.
  El Rio sigue siendo bello y arrogante. Los barrancos, secos y silenciosos. Jaramar, ya no está, ni Juan se asoma para dar paso a trenes que ya no pasan. Pero el Puente, ese puente que tantas veces atravesó Juan, camino de El Madroño para tomar una manguara con los amigos de allí, en el Casino de Marcelo, ese puente callado y con recuerdos, ya no luce su vigor. Peina óxidos y hay huecos entre sus traviesas.
  Y sufre una enfermedad de difícil cura: El olvido ingrato de quienes lo quisieron mientras lo necesitaban.

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